Por Arturo Vásquez Urdiales
23 de octubre de 2024

En la antigua y adormecida Nueva España, donde el tiempo parecía discurrir al ritmo pausado de las campanas de la Catedral, hubo una vez una calle que respiraba el aire inquieto de una tragedia.

En el inmenso vacío del tiempo a tenido muchos nombres. Hoy, incluso, es un tramo del Eje Central Lázaro Cárdenas, de memoria controvertida.

Cerca encuentras calles transversales de nombres de países latinoamericanos, p.ej. cerca está República del Uruguay y el inconfundible “El Danubio” uno de los restaurantes más emblemáticos e históricos y contemporáneos de la cd.Mx. con sus servilletas pintadas por mil ocho mil personajes famosos de todos los tiempos, desde Cantinflas hasta varios presidentes, ejecutivos, deportistas y un singular etcétera.

La calle del Niño Perdido.

El nombre mismo es como un eco de lamentos, de susurros que cruzan los muros de la historia, arrastrando consigo la sombra de lo irrecuperable.

Era el año de 1659, y bajo el gobierno del virrey Don Sebastián de Toledo, Marqués de Mancera, llegó desde las tierras de Castilla un joven artista, Enrique de Verona.

Los trazos de sus pinceles y el martilleo de sus cinceles llenaban de vida el altar de los Reyes de la Catedral, pero en las horas en que la luz dorada del ocaso bañaba las calles de la ciudad, sus pasos lo guiaban hacia otros altares, los del amor.

Fue en una tarde perfumada de incienso y polvo de calles empedradas, cuando el destino, tan caprichoso como los dioses antiguos, cruzó su camino con el de una joven. Estela de Fuensalida.

Un pañuelo caído, una mirada intercambiada y, sin saberlo, los corazones de ambos quedaron entrelazados en los invisibles hilos del destino.

La pasión entre Enrique y Estela floreció con la velocidad de las enredaderas que se aferran a las piedras, indomable y urgente.

No obstante, esta unión tenía un espectador oscuro, un hombre consumido por el veneno de los celos. Don Tristán de Valladares, un platero adinerado, ya entrado en años, había pretendido a Estela, pero su amor no había sido correspondido.

Como las monedas que pulía con afán, su alma se oxidó con la amargura, y la venganza germinó en él como una hiedra venenosa.

El matrimonio de Estela y Enrique llenó de dicha la casa que habitaban en la calle que hoy se conoce como el Eje Central Lázaro Cárdenas. En su hogar reinaba la alegría, y su amor fue coronado con el nacimiento de un hijo, un niño cuyo risa era como música que llenaba los rincones de aquella modesta casa.

Sin embargo, las noches oscuras a menudo ocultan secretos. Don Tristán, herido por la envidia, trazó un plan tan ruin como su propio corazón.

La tragedia llegó una noche en la que las estrellas parecían mirar con indiferencia desde lo alto. Un incendio devoró el hogar de los Verona. Una mano anónima incendió el humilde pajar de la joven pareja.

Las llamas ascendían como lenguas hambrientas, y en medio de la confusión y el caos, Enrique y Estela se vieron separados de su pequeño. Mientras las llamas devoraban los muros, Estela corría por las calles convertida en una sombra de lo que fue, gritando el nombre de su hijo en el viento que no le respondía.

De repente, en la penumbra de la madrugada, vislumbró una figura que cargaba un bulto bajo su capa. Con una furia alimentada por el terror, Estela lo enfrentó y descubrió que el hombre no era otro que Don Tristán, quien intentaba arrebatarle su tesoro más preciado. El niño, su niño perdido.

El grito desgarrador de Estela, pidiendo la devolución de su hijo, resonó en cada rincón de aquella calle, “buscad, encontrar al niño perdido” y con el tiempo, la gente comenzó a llamar a ese lugar con el nombre que cargaba la esencia de su dolor: la calle del Niño Perdido.

Este lugar, ahora un tramo del Eje Central, sigue siendo el escenario invisible de un lamento que persiste. Aunque las generaciones lo han olvidado, la tierra lo recuerda.

Y quizás, en las noches donde el viento parece traer murmullos antiguos, uno aún puede escuchar a esa madre desesperada, buscando a su hijo entre las ruinas del pasado, entre las sombras de una historia que nunca murió del todo.

Reflexión.

Los relatos de nuestra tierra, especialmente aquellos anclados en el tiempo colonial, son portales a realidades donde la frontera entre lo real y lo mágico se desdibuja. La leyenda de la calle del Niño Perdido no solo evoca el romanticismo de una época donde las pasiones desbordaban las reglas del decoro, sino que también nos recuerda la fragilidad del amor ante los arrebatos de la codicia y el rencor. Como en las mejores historias novohispanas, la vida y la muerte, lo tangible y lo espiritual, bailan en un mismo compás, recordándonos que, aunque las llamas consuman lo visible, lo invisible –el amor y el dolor– perduran.

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Queridos 5 lectores, les invitamos a compartir esta columna y desarrollar un mundo mejor llenitito de buenos lectores, agradezco mucho su atención.

Muchas gracias.

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